¿Dónde
está mi vaso? Fue la pregunta que escuche veinticinco veces aquella noche, “donde está mi vaso” me
lo repitieron una y otra vez cada cierto tiempo, se usó tan indiscriminadamente
esa palabra que mi sonrisa de utilería, estaba torciendo todos sus pliegos.
Lo digo de
esta manera, porque aunque algunos no lo sepan, soy Bartender, y este fin de
semana fui invitado a colaborar en un evento de Mística para celebrar el
aniversario de una empresa.
“Donde está
mi vaso” es la frase que usualmente se utiliza cuando la barra es libre (tragos
gratis) y estas medianamente ebrio, no importa si eres hombre o mujer, siempre
sale a relucir esa pregunta disparada a ningún destinatario, como si te lo
estuvieras preguntando a ti mismo o a tu conciencia.
Usualmente
tengo la ligereza de atender cordialmente a todos los clientes sin importar que
tan ebrios puedan estar, un buen Bartender tiene que ser un buen anfitrión y
sobre todo un buen conversador. El problema viene cuando las preguntas vienen
acompañadas de cierto toque beligerante, déspota y hasta autoritario, es ahí,
donde se ve en acción a un verdadero Bartender, un caballero frente a todo, un
sujeto que puede controlar los problemas que surgen en toda reunión social.
“hey loco
¿Dónde está mi vaso?” fue la pregunta que me hizo un advenedizo en un evidente
estado etílico, “lo dejaste en la barra y se lo llevo tu compañero” fue la
respuesta que lógicamente le di, tal parece que no le gusto, porque comenzó a
reclamarme sobre su vaso y encima, en el colmo de lo ilógico, tuvo la
petulancia de decirme que cuidara su vaso como si esto fuera el colegio y
tengas que ponerle nombre a todo tus útiles para que no se lo encaleten. Es muy común que un evento
que cuente con barra libre (Tragos ilimitados) siempre se pierdan los vasos,
siempre va a haber un parroquiano que deje su vaso a medio tomar y que uno más
empilado - en un descuido del parroquiano – termine por dejar vacío el vaso.
Como les
comente al inicio me encontraba preparando un Chilcano de Aguaymanto para una dulce jovencita, hacía uso de mis más febriles
técnica de barman experimentado de algún worldclass,
mientras sonreía con una coquetería que solo yo conocía. Se acerca a la barra
un sujeto más alto que bajo y más gordo que chapado, se acerca con una mirada
perdida, como tratando de ahogar las penas en alcohol, se acerca y me pregunta:
¿Dónde está mi vaso?
Era la vigésima
sexta vez que escuchaba esa palabra en la noche, había arruinado el pequeño
momento kodak que trataba de vivir imaginariamente con la dulce jovencita del
chilcano de Aguaymanto, estaba a
punto de decirle que no tenía ni la más putañera idea de donde estaba su vaso,
cuando de repente me dice: “¿puedes ayudarme? Necesito un consejo”. Mis
revoluciones adrenalinicas bajaron a cero y por un momento recobre la cordura y
decidí apelar a mi lado amable, el Alan versión psicólogo había entrado en
escena, así que le dije: “claro amigo, te escucho”.
Después de
cinco minutos, entendí lo que le pasaba a mi nuevo amigo, lo habían choteado.
Pero esta fue, más bien, una choteada sutil, lenta, pausada, y ahora que lo
pienso bien, tal vez por eso es mucho más dolorosa todavía. Para explicarlo en
cristiano: cuando una chica se niega a salir contigo al primer intento, es más
sencillo encontrarle consuelo a ese revés. Rápidamente te haces a la idea de
que esa mujer no es para ti y entiendes sin paltas que ha llegado el momento de
mirar a otro lado. Que nadie te diga que no lo intentaste.
En cambio,
cuando la negativa se demora y llega por capítulos; es decir, cuando un viernes
te dicen SI, el sábado te dicen NO y el domingo te susurran NO SÉ, entonces la
choteada va tomando la terca dimensión de una maquiavélica tortura.
Fue de
esto último lo que le sucedió a mi nuevo amigo, la chica con la que intentaba
salir acepto encantada una invitación al cine, al día siguiente sutilmente lo
choteo para un almuerzo en Señor Limón,
y a la semana siguiente le mando un whatssap
para cenar juntos. ¿Y qué paso después? Pues, nada serio. Solo que al final de
la cena, mi nuevo amigo – dejándose llevar por la emoción y el vértigo que el
momento ameritaba – le estampo un largo beso a mitad de la cara, entusiasmado
por el salivoso intercambio decidió hablarle de “Su futuro juntos” (viajar el
fin de semana a Lunahuana, hacer un almuerzo para presentarle a sus padres,
hablar de los hijos que tendrían y hasta de los nombres que le pondrían).
Imagino la cara de la pobre chica mientras escuchaba todos los planes y
proyectos de los cuales ya se había hecho acreedora, fue por esa misma lógica
que antes que el terminara de contarle del color de la pintura que escogerían
para su futura casa, lo soltó de las manos y se largó, dejando en el aire una
frase ruin que dolió tan hondo como una patada en los bajos: “Gracias. En
serio, pero ahí no más”.
Mi nuevo
amigo me conmina a que le invite un Manhattan, lo veía tan confundido y
desencajado que en su necedad me decía: “se me ha
ocurrido llamarla, pues creo que había algo inconcluso en su frase. Dijo “ahí
no más”, claro, pero ahí donde ¿Sera una señal? ¿Una clave? ¿Ese “ahí no más” estará
relacionado a un lugar? Decidí franquearme y decirle que no la llame, que sería
el rey de los idiotas si la llamaba.
Termine de
preparar su coctel Manhattan, cuando
visualice que mi nuevo amigo se había alejado unos metros de la barra, pude ver
que tenía el teléfono pegado a la oreja y una conversación de la cual se escapaba
una par de frases muy deprimentes: “Sé que dijiste ahí no más, pero te referías
a un lugar ¿a viajar ahí no más a Lunahuana?
Decidí
salvarlo de la humillación, no me importaba si lo tomaría a mal o si me estaba
involucrando más de la cuenta, pero estaba convencido que no permitiría que se
autodestruyera en frente de mis ojos. Nada, ni nadie me iba a detener, nadie
excepto una chica media ebria que me toco el hombro y no se le ocurrió mejor
manera de pasmar mi momento de héroe, que decirme: oie amigo ¿Dónde está mi
vaso?